Hace ya algunos domingos que tuve el gusto nuevamente de ser invitado a una comida y pasar una tarde muy agradable después del culto por un matrimonio, los hermanos Claude y Antoinette de la Iglesia aquí en Toulouse.
Fue algo para mi inolvidable, sin embargo comienzo con la idea de que, en efecto, por muy fuertes que parezcamos hay momentos que la lejanía y el hecho de no ver a nuestros seres queridos de momento se convierten en una nostalgia que punza directo al corazón.
No obstante para mí ha sido muy gratificante haber encontrado un lugar dónde reunirme y más aún, que sea tan parecido a lo que he conocido en Orizaba, y no me canso de expresar este profundo agradecimiento al Señor por la atención y el cariño que los hermanos han mostrado para conmigo -¡ah Eduardo, nuestro mexicano!-.
Pero retomando mi relato, ahí me encontraba esa mañana, sentado aún con mis dos biblias, en español y la otra en chino, ¡ja! quiero decir en francés, plenamente abiertas sobre mis piernas, descifrando cual arqueólogo escrupuloso los textos bíblicos, asimilando el mensaje y a la vez comprendiendo las estructuras gramaticales del idioma, pensando de un momento a otro en las cosas de la semana, agradeciendo por todo, escuchando con atención, observando detenidamente los gestos y la articulación de las palabras en las oraciones (pues aún sigo lidiando un poco con esto del idioma), pero de momento... un pequeño silencio se abre paso en mi pensamiento... solo un segundo me hace pensar en la lejanía, en la soledad... y quizá como Pedro al caminar sobre las aguas...¡los vientos!, ¡el mar embravecido¡... estoy solo aquí en este lugar, creo que hoy no tengo ni siquiera algo de comer en el refri... ¡Señor sálvame! es mi clamor repentino... y entonces, el brazo consolador del Maestro se manifiesta...,ten calma, me dice, mira hacía mi y no te desampararé.
Cuanto gozo resultó para mí cuando al final de la reunión se aproximan estos dos hermanos, tal queriendo saludar a un viejo amigo, no así era la primera vez que nos presentábamos, tan amables, tan risueños y con la paciencia como quién enseña a un niño a aprender sus primeras palabras -Eduardo, mucho nos gustaría que nos acompañaras a nuestra casa ¿puedes comer y pasar la tarde con nosotros?- ...mi silencio pensativo y en seguida ¡mi corazón rebosante en alegría y gratitud!
Ha sido una de las tardes más agradables que he pasado, los hermanos con toda amabilidad me mostraron su precioso hogar en la campaña, fuera de Toulouse, de la ciudad y del ruido, las personas que tienen la fortuna de vivir ahí gozan de una paz y tranquilidad indescriptibles, hermosas casas de campo con vastos jardines, árboles, sonidos de aves, calles ordenadas y limpias son las cosas que a primera vista hacen que uno se enamore del sitio, pero para mí todo me parecía un hermoso gesto de parte del Señor.
La hora de la comida llegó y por fin nos sentamos a la mesa, en el precioso jardín, la hermana Antoinette cuidadosamente sirvió los platos y de momento el hermano irrumpe y me invita a dar las gracias por los alimentos... de pronto ahí estaban, las lágrimas de alegría y gratitud, no puedo explicar el profundo sentimiento que corría dentro de mí en ese momento pero estoy seguro que el Señor quitó de mi corazón la tristeza que días anteriores había sentido y me hizo sentir la delicadeza y el cariño con la que Él cuida de sus hijos.
Al terminar la comida, los hermanos me llevaron a conocer el pueblito, cada vez que se topaban con un vecino lo saludaban como viejos amigos y me presentaban muy cortésmente, realmente me hicieron sentir como un invitado de honor, ya al final del día, me puse a mirar las fotografías de su casa, los recuerdos y todas esas cosas curiosas, debo confesar que siempre me gusta indagar por cada historia que se encuentra detrás de un viejo retrato o hasta en un florero, pero en esta ocasión mi asombro se vio centrado inmediatamente por un pequeño cuadro que yacía colgado en el centro del salón principal, al aproximarme no podía reconocerlo con exactitud pero pronto me di cuenta de lo que estaba frente a mis ojos -¡una Edelweiss!- exclamé, al instante la hermana con el mismo gesto aseveró -¡Oh sí, es una Edelweiss!, Claude y yo la encontramos en nuestras pasadas vacaciones en los Alpes- eso aumentó más mi admiración, no podía creerlo, era pequeñita pero tan hermosa, dado mi gusto por el montañismo ya había leído acerca de las historias en torno a tan delicada flor, pero debo aceptar que me maravilló finalmente conocerla en persona.
De pétalos blancos y en forma de estrella, posee la hermosa apariencia de un copo de nieve, se dice que tal como el amor, la Edelweiss espera en lugares recónditos e inaccesibles a ser descubierta por algún enamorado que en un acto de valentía escala las escarpadas montañas para demostrar el amor incondicional a su amada. Por ello también, la Edelweiss es considerada como un símbolo de valor, coraje y honor, además se dice que su imagen encierra el reflejo perfecto de una belleza inigualable y sosegada, muchas leyendas se han popularizado en torno a la Edelweiss una de ellas dice que ésta ha tomado su color de la luna y que incluso es capaz de huir de los esfuerzos de los hombres que la buscan, elevándose cada vez más en la montaña.
No obstante me fascina la clásica leyenda y como un cuento de hadas, imagino al valeroso enamorado que sufriéndolo todo a través de tan osada muestra de amor afirma la esperanza de su amada... ¿conoces una historia semejante? yo ¡sí!, la hermosa e incomparable historia de Aquél que me amó y se entregó a sí mismo por mi... el Señor Jesús.
Hoy, en mi corazón siento el inigualable gozo de formar parte de tan magnífica historia y sentir mi vida tan preciada más que cualquier bella flor. ¿Has sentido tú lo mismo?